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                                          Memorias


Estoy aquí sentado una vez más. Soy yo, el de siempre; el chico con el que cruzaste aquella mirada triste, aquel al que sonreíste desde detrás de tu ventana. Supongo que hay barreras que nunca llegamos a traspasar.

Desde mi banco, el que está situado justo en el centro de la plaza, mi plaza, lo observo todo: cada movimiento del barrio, de los vecinos que algún día me trataron como a un igual; las costumbres, los secretos, los engaños…
Lo contemplo todo como si de una función se tratase y yo fuese el único que hubiese pagado por verla. Yo interpreto mi papel sin ideas preconcebidas, sin tabúes, con la curiosidad y la confianza de quien no conoce lo que pasará a continuación.

He pasado tanto tiempo aquí... tantas historias, tantos ciclos, tantos actos de esta misma función se han representado ante mis ojos... y sin embargo mi mente infantil continúa recordando cada detalle vivido: la música del tiovivo, los besos furtivos de las parejas en los portales, los hombres con rosas a los que alguien espera impaciente...
Y sin embargo yo, rodeado de tanta vida, yo que me duermo con el latido de los tacones sobre los adoquines, yo que me siento tan inhumanamente inerte e invisible... yo, sumido en este inexplicable estado de muerte en vida,  no logro borrar de mí todas esas vivencias, los recuerdos de la existencia que algún día tuve: los sabores inesperados y las locuras cometidas; las formas, las divinas formas de cada cuerpo de mujer que compartió mi cama; las verdades universales dichas a escondidas; la mariposa que con un simple aleteo produce un huracán al otro lado del mundo... y todos los placeres que en vida consumieron una a una las pocas horas que me fueron concedidas.

Y entre las rutinas de aquellos que se dicen humanos, vuelven a mí, en ocasiones, imágenes que me intrigan, ráfagas de sentimientos vividos que me invitan a liberar mi mente, que transportan olores que conozco.
Es curioso, recuerdo cada detalle de mi vida pasada y sin embargo aquí y ahora, de ella, la mujer que copó mis sueños más profundos, conservo tan solo pequeños fragmentos, como partes inacabadas de una historia que quizá todavía no haya terminado. La imagino en verano, con su vestido de flores y de nuevo aparecen esos ojos, esos enormes ojos enfermizos que invaden mis noches, quizá suyos, quizá incluso míos, a penas ya los recuerdo. Y continúan, por más que sin quererlo la olvido, esa sensación de escalofrío al imaginarnos de nuevo y los aleteos de miles de mariposas en mi estómago. Tal vez, estas también, de las que causan huracanes.

Avanzan imperceptiblemente los días mientras yo me hundo. Rebusco entre las piezas del rompecabezas de mis recuerdos y llego al final. La última imagen que conservo de nosotros tiene lugar, paradójicamente, en el mismo punto en el que comienza esta historia, mi historia. “Quizá no sea una casualidad”, pienso. Deshecho esa idea rápidamente y renace en mí una cierta tendencia nihilista. “Tal vez el final de algo suponga siempre un comienzo”. De nuevo desoigo las voces que surgen en mi cabeza y aflora la única verdad que conozco. Sé que es a causa de ese recuerdo, el de nosotros dos en el banco de mi plaza, que yo ya sólo sepa respirar allí, que ya solo lata mi corazón al sentir la huella de su recuerdo sobre los grises adoquines.

A menudo, quizá demasiado, vuelvo a tener esa sensación que tantas veces nos invade de estar mirando al vacío, como a ningún punto concreto; ese acto que sólo logramos de manera inconsciente, por el contrario comienzan nuestros ojos a llorar implorando ser cerrados. Si esto me sucede mientras estoy sentado en el banco, aparece, de repente, ella. La veo caminar, alejándose y ya ni siquiera aquellos adoquines que sostuvieron nuestros cuerpos, ansiosos el uno del otro, logran devolvérmela, como si pretendiesen demostrarme que la vida no es más que un angosto camino de un único sentido.



 
   
 
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